
Ayer fui, certificadamente, a la playa certificada de El chileno, donde se acaba de realizar la certificación de su limpieza. La certificación de playa limpia. Esas son certificaciones y no chingaderas. Yo me he convertido en el viejito que reniega, pero me callaron la boca porque mi trasero –que me acaban de decir que también está certificado– posó en la blanca y limpia arena recién certificada. Yo desde aquí le mandó un aplauso certificado a las autoridades, pues nomás porque certificaron a Chileno; y no es por presumir, pero dicen en El Tribuna que es la primera playa certificada de todo México.
Poca madre la certificación, hay que cuidar el ambiente y sobre todo, las certificaciones. Ayer la playa ya estaba más limpia, son maravillas esas las de la certificación, uno no cree en esas cosas hasta que pasan.
Yo voy aprovechar la certificación para certificar desde aquí el drenaje que va a dar en el mar, mismo que después llega a la playa certificada donde los pececitos y el niño que hace una fuente con su boca pasan desapercibidos las maravillas de la certificación de la contaminación de los hoteleros. Pero no soy nadie para certificar, ni nadie vendrá a tomarse la foto conmigo.
Ya fue un avance ecológico la certificación de la playa limpia, la foto salió bien y la playa me hizo agua la boca. Pero hay que ser congruentes: la certificación no nos va a salvar la playa ni nos va a recuperar todas las que se han perdido. Una playa no hace verano y menos cuando hay tantas playas privadas, y públicas que parecen cantinas.